Quantcast
Channel: IntraMed | Escepticemia

Consumidores críticos de noticias

$
0
0

Sobre la necesidad de ser competentes en el consumo de información de salud

Entre todos los productos de consumo, quizá sean las noticias el más buscado, el más consumido y también el más indigesto. Nunca ha sido tan fácil como ahora el acceso a la información y tampoco tan intensa la compulsión por seguir el hilo de la actualidad. Los informativos de la radio y la televisión, dispuestos en horarios clave a lo largo de la jornada, se complementan ahora con un flujo abrumador y continuo de información que circula y recircula por las redes. Sugería Hegel que las sociedades se hacen modernas cuando las noticias reemplazan a la religión como referente de autoridad, según escribió Alain de Botton en su libro The news. A user’s manual. Cada vez más gente dedica más tiempo al consumo de noticias que al de otros alimentos intelectuales quizá más provechosos. Aunque las noticias siempre han tenido algo que nos atrae, ahora empezamos a ser conscientes de su poder para modelar nuestra visión del mundo y de la general falta de preparación para interpretarlas con sentido crítico y distinguir su grado de verdad.

Se habla mucho de la necesidad de ser un consumidor informado, pero la primera necesidad sería la de ser competente en el consumo de información. Para mucha gente, una vez acabada la formación reglada en la escuela o en la universidad, la principal referencia educativa son los medios de comunicación. Pero los medios no suelen enseñar cómo hay que interpretar las noticias y cómo manejarse en la corriente informativa que mezcla mensajes rigurosos y falsos. Las noticias han resultado ser un vehículo tan potente y eficaz para promocionar todo tipo de intereses particulares, que va a resultar muy difícil regularlas y limitar la difusión de falsedades y pseudonoticias (aquellas cuya razón de ser no es el interés público sino el de quien las difunde). Más vale, por tanto, poner el énfasis en educar al consumidor y en fomentar su espíritu crítico. Todos deberíamos esforzarnos por ser consumidores competentes de noticias, igual que nos esforzamos en comprar los alimentos más saludables o cualquier otro producto.

En el campo de las noticias médicas, esta competencia es esencial para tomar decisiones que afectan a nuestra salud. Desperdigadas en diversos documentos y estudios, se van hilvanando una serie de pautas generales para orientarse. Una de ellas es la de desconfiar, de entrada, de las informaciones que infunden grandes esperanzas y grandes miedos, pues las intervenciones médicas rara vez son extremadamente beneficiosas o perjudiciales. Una segunda pauta es la de no dar mucho crédito a las noticias que hablan de los hallazgos de un nuevo estudio sin ponerlos en contexto con lo que se sabía hasta entonces, pues la respuesta a una pregunta médica no se basa normalmente en un único estudio, ni siquiera en el último, sino en el conocimiento acumulado; conviene tener presente, además, que lo último y más nuevo en medicina no es necesariamente mejor. Una tercera pauta es plantearse si los resultados de los estudios nos incumben o no, teniendo en cuenta si la población estudiada (animales o personas, hombres o mujeres, sanos o enfermos, etc.) se nos parece más o menos.

Hay, sin duda, más cuestiones que considerar a la hora de leer las noticias médicas, como es la existencia de intereses ocultos en la información y de conflictos de intereses en los expertos que opinan. Está claro que no es fácil desarrollar el pensamiento crítico para interpretar las noticias, pero cada vez hay más recursos, pistas y recomendaciones sensatas, a la vez que más profesionales involucrados en la disección crítica de la información, desde médicos y científicos a periodistas y comunicadores. Con todo, la implicación personal y la aproximación a la información con un cierto escepticismo es quizá lo más importante.


Disquisiciones significativas

$
0
0

Sobre la muletilla “estadísticamente significativo” y la controversia que suscita

La expresión “estadísticamente significativo” no es fácil de definir con propiedad, ni siquiera para algunos investigadores, pero eso no ha impedido que haya hecho fortuna más allá del ámbito técnico. La Real Academia Española (RAE), en su mapa de palabras asociadas a “significativo”, identifica “estadísticamente” como la más habitual; y, en la edición de 2001 de su diccionario, actualizó la anterior definición de “significativo” (Que da a entender o conocer con propiedad una cosa) sustituyendo “propiedad” por “precisión”. Efectivamente, la significación estadística es una cuestión de precisión en los resultados de la investigación. En la práctica, la diferenciación categórica entre los resultados estadísticamente significativos y los que no los son se visualiza a menudo como una raya nítida que separa las intervenciones médicas que funcionan de las que no, e incluso los estudios que merecen publicarse y los que no. Esta dicotomía no es solo una arbitrariedad que casa mal con la multiforme realidad clínica, sino además una fuente de mala ciencia.

Hace ya tiempo que los estadísticos andan rumiando un manifiesto contra la etiqueta “estadísticamente significativo”. Muchos son conscientes de que se trata de un controvertido sello de calidad que crea no pocos problemas al interpretar los resultados. La convención de decidir si los resultados de un estudio confirman o desmienten una hipótesis científica con el único criterio de la significación estadística (normalmente, p<0,05 o p<0,01) es una fuente de equívocos y falsas conclusiones. El término “significativo” ya fue considerado como uno de los más ambiguos en ciencia por la revista Nature, y ahora (20 de marzo de 2019) tres estadísticos han vuelto a la carga en la misma revista con un artículo en el que piden la retirada de la significación estadística en los artículos científicos. A los tres autores, se han sumado 250 firmas de apoyo en las primeras 24 horas y, al cabo de una semana, las de más de 800 científicos de 50 países, incluyendo estadísticos, investigadores clínicos y médicos, biólogos y psicólogos. 

El principal argumento de los autores es que en la mitad de los artículos científicos (51% de los 791 analizados) se asume erróneamente que unos resultados “no significativos” implican que “no hay efecto”, entre otras falsas conclusiones que adulteran la investigación. John Ioannidis, uno de los principales expertos en metodología de la investigación biomédica, intervino en la polémica dos días después rechazando esta propuesta. “La significación estadística representa un obstáculo para las afirmaciones infundadas”, escribió. “Eliminar este obstáculo podría promover el sesgo. Las tonterías irrefutables serían moneda común”. En su opinión, por tanto, sería peor el remedio que la enfermedad. La revista Nature, en su comentario editorial que acompaña al texto de los estadísticos, reconocía que no se puede interpretar una investigación con el único criterio de la significación estadística, porque esto implica sesgos, sobrevalorar algunos falsos positivos y pasar por alto algunos auténticos efectos. Pero decía que no va a cambiar su forma de evaluar los manuscritos porque no vislumbra una alternativa mejor, más allá de que los autors necesitan más y mejor formación estadística.

El debate no es estéril, ni mucho menos, porque probablemente ayudará a encontrar soluciones para reducir las conclusiones falsas. Vistas las cosas desde fuera, resulta encomiable la voluntad de transparencia y autocorrección de la ciencia, pero no deja de sorprender la enorme proporción de estudios publicados con interpretaciones equivocadas. Para muchos médicos, este debate les permite constatar, una vez más, el abismo que media entre las disquisiciones estadísticas y la realidad clínica, pues saben bien que una cosa es la significación estadística, se interprete como se interprete, y otra la relevancia clínica. Pero quizá lo más llamativo sea algo que nos incumbe a todos: la enorme dificultad de gestionar la incertidumbre de la salud.

Filtros menguantes

$
0
0

Sobre cómo las tecnologías digitales están transformando la información de salud

Los principales problemas con la información de salud ya no son la escasez y la dificultad de acceso. Lo eran hace apenas dos décadas, pero en este breve tiempo las tecnologías digitales han transformado el ecosistema informativo. Los problemas de ahora tienen que ver más con la abundancia, la saturación, la bidireccionalidad, la credibilidad, la proliferación de mensajes falsos y, sobre todo, la capacidad de filtrar y asimilar la información. Probablemente sean preferibles estos problemas a los derivados de la carestía. Pero estas nuevas dificultades tampoco afectan a todo el mundo por igual: hay una brecha digital, con ramificaciones socioeconómicas, que condiciona el acceso a la información y su interpretación. La socióloga Belén Barreiro, en su ensayo La sociedad que seremos, dividía a los ciudadanos en digitales-acomodados, digitales-empobrecidos, analógicos-acomodados y analógicos-empobrecidos, perfilando así cuatro grupos con pautas diferentes de consumo de la información y distinta capacidad de usarla en beneficio de la propia salud.

El acceso a la información de salud ha dado un vuelco radical con internet. Nunca como ahora ha habido tan buena información de salud al alcance de la mano y, a la vez, tanta basura informativa. No es fácil saber si ahora circulan más o menos falsedades que en otros tiempos, pero nunca como ahora ha sido tan fácil elegir mal y equivocarse con el menú informativo, como ocurre también con el menú alimentario. Esto se debe en parte a la sobreabundancia de información, pero también a la falta de filtros en muchos casos. Los médicos y otros profesionales sanitarios siguen siendo un filtro fundamental y el canal preferente para informarse sobre salud, según el estudio Los ciudadanos ante la e-Sanidad, realizado en 2015 por el Observatorio Nacional de las Telecomunicaciones y de la Sociedad de la Información. Pero este estudio muestra también que el 60,5% de los ciudadanos usa internet para informarse sobre salud, mientras que solo la mitad (53,8%) recurre ya a los medios de comunicación, que son el otro gran filtro de la información.

El periodismo sigue teniendo más credibilidad que internet en su conjunto, pero el panorama no es alentador. Los periodistas de salud tienen ahora más recursos para hacer buen periodismo, y de hecho nunca como ahora ha habido tan buenos ejemplos, pero el nivel de exigencia también ha aumentado, pues la población está más informada y tiene más oferta informativa y más posibilidades de contrastar. Además, hay que tener en cuenta que la revolución digital ha transformado y precarizado la profesión y las empresas periodísticas. El periodismo ha perdido el monopolio de la intermediación informativa, a la par que han cobrado mayor protagonismo otros agentes, desde los médicos e investigadores hasta los comunicadores más o menos profesionales, que informan directamente al público. El resultado ha sido una transformación del ecosistema de la información biomédica en el que el filtro del periodismo ha ido perdiendo relevancia.

En los medios de comunicación españoles hay ahora menos periodistas especializados en salud y menos espacio para este tipo de información, según constata el estudio Cómo las tecnologías digitales están influyendo en la información de salud, coordinado por Carlos Cachán, de la Universidad Nebrija. Esta investigación, que ha analizado de forma cuantitativa y cualitativa los acontecimientos, las fuentes y las rutinas de los profesionales de la información, constata sin embargo que la salud es uno de los asuntos informativo de mayor interés y complejidad, que requiere periodistas especializados y con experiencia. Algunos de los males y deficiencias de la información periodística de salud tienen que ver con esta discordancia entre la demanda de social de periodistas expertos, capaces de filtrar la información y darle significado, y la mengua de recursos para este periodismo especializado en los medios de comunicación.

Desmitificar la nutrición

$
0
0

Sobre la incertidumbre de muchas respuestas a cuestiones de alimentación y salud

“Comer mal mata más que el tabaco”. Este titular de El País es quizá el mensaje más contundente que hemos podido leer recientemente sobre la influencia de la dieta en la salud. La noticia refleja uno de los resultados de un importante estudio, publicado en The Lancet y financiado por la Fundación Bill y Melinda Gates, sobre los efectos en la salud de los principales riesgos asociados a la dieta en 195 países. El periódico británico The Guardian coincidió en su titular con el de El País, pero otros medios resaltaron otros resultados del estudio también impactantes, como la BBC, que destacó que la [mala] dieta recorta la vida de una de cada cinco personas. Estos mensajes condensan lo que muchos médicos y diestistas-nutricionistas ya sospechaban sobre la influencia de la dieta en la salud, y que ahora encuentra un buen respaldo en este estudio. Sin embargo, estos mensajes no pueden tomarse al pie de la letra, porque las cosas no están tan claras como puede parecer.

La comparación con el tabaco es efectista como pocas. El llamado enemigo número uno de la salud, responsable actualmente de unos siete millones de muertes anuales en todo el mundo, parece verse ahora superado por la (mala) dieta, a la que se relaciona en este estudio con unos 11 millones de muertes, lo que viene a representar uno de cada cinco fallecimientos de los 57 millones que ocurren anualmente en todo el mundo, según la OMS. El caso es que estamos más seguros de que esos siete millones de muertes sean causados por el tabaco de que realmente se puedan atribuir 11 millones de fallecimientos a la dieta, pues alimentarse es un acto cotidiano enormemente complejo. La influencia que puedan tener en la salud los distintos alimentos y sus innumerables combinaciones posibles es mucho más difícil de estudiar que la de fumar o no fumar. Y ahí está el problema. Es posible que la mala dieta sea responsable de esos 11 millones de muertes, o incluso de más, pero la verdad es que no lo sabemos, ni siquiera con un grado de certeza moderado.

Cada vez tenemos datos más sólidos para entender cuáles son los principales factores de riesgo dietéticos asociados con distintas enfermedades, cuál es la magnitud de estos efectos y, en definitiva, qué es una dieta saludable. Por eso pensamos que comer bien es una de las mejores cosas que podemos hacer por nuestra salud, junto con no fumar y hacer ejercicio. El estudio de The Lancet refuerza sin duda esta idea, pero toda su sofisticación científica se basa solo en estimaciones de consumo a partir de datos de encuestas y de ventas de alimentos, junto con estimaciones de los efectos sobre la salud de una quincena de factores de riesgo dietéticos (entre ellos, el consumo elevado de sal y de bebidas azucaradas, y el bajo consumo de vegetales y frutos secos) obtenidas en estudios observacionales. Las recomendaciones dietéticas actuales se basan, o debieran basarse, en el mejor conocimiento de esos 15 factores de riesgo, pero teniendo muy presente que el grado de certeza de todo este conocimiento es en general bajo, pues se deriva de estudios observacionales, que no pueden establecer relaciones de causa-efecto.

Uno de los principales problemas que tiene la nutrición es la forma en la que se comunica y se percibe el conocimiento científico. La confianza que tiene la gente en que la ciencia puede ofrecer respuestas seguras a sus preguntas sobre alimentación y salud está muy por encima del grado de certeza que puede ofrecer la ciencia. La proliferación de mensajes exagerados y la saturación informativa plantean grandes retos, pero quizá el más urgente es explicar con claridad la incertidumbre de muchas respuestas científicas y desmitificar la capacidad de la nutrición de ofrecer certezas.

Biofilia

$
0
0

Sobre el bienestar que procura la naturaleza y su abordaje científico y humanístico

The New York Times ha publicado recientemente un extracto del nuevo libro póstumo de Oliver Sacks, Everything in its place, en el que el neurólogo británico reflexiona sobre el poder curativo de los jardines. “En 40 años de practicar la medicina, he descubierto que solo dos tipos de “terapia” no farmacológica tienen una relevancia especial para los pacientes con enfermedades neurológicas crónicas: la música y los jardines”, escribe. Aunque reconoce no saber explicar cómo la naturaleza ejerce un efecto calmante y organizador en nuestro cerebro, el afamado escritor de relatos clínicos cree que la naturaleza despierta algo muy profundo en nuestro interior y ejerce efectos beneficiosos, no solo espirituales y emocionales, sino también físicos y neurológicos. “No me cabe duda de que reflejan cambios profundos en la fisiología del cerebro y, quizá, incluso en su estructura”, concluye.

La atracción por la naturaleza y el bienestar que nos procura es algo evidente y más o menos experimentado por todos. Este amor innato por los seres vivos o biofilia, según lo denominó el entomólogo Edward O. Wilson en un libro de 1984 del mismo título, ha dado lugar a numerosos estudios sobre los posibles efectos terapéuticos de la naturaleza. “Los jardines, como el mundo natural que representan, tienen un efecto reconstituyente y curativo”, afirma Wilson en su reciente libro Los orígenes de la creatividad humana (p. 155), apoyándose en diversos estudios que han mostrado cómo la contemplación de la naturaleza se asocia con una reducción del estrés, la presión sistólica, la tensión facial y otros parámetros, así como con una recuperación postquirúrgica más rápida, con menos complicaciones y menor necesidad de analgésicos. Sin embargo, todos estos efectos no permiten confirmar a ciencia cierta que la naturaleza tenga realmente un efecto curativo. Una reciente revisión de los efectos en la salud y el bienestar de la participación en actividades de conservación y mejora del medio ambiente no ha encuentra pruebas concluyentes, aunque sí muestra niveles altos de beneficios percibidos por los participantes.

Esta ausencia de evidencias científicas de calidad sobre el efecto terapéutico de la naturaleza ni es contradictoria con la percepción individual de bienestar ni es una prueba de que no haya evidencias. Estudiar el efecto de la naturaleza es, sin duda, más complejo que el de un fármaco u otras intervenciones médicas. La propia hipótesis de la biofilia, que dice que los humanos poseemos una tendencia innata a buscar el contacto con otras formas de vida, planteada por Wilson, no es fácil de investigar y confirmar. Y tampoco lo es la hipótesis de que tenemos grabado en los genes un ambiente natural predilecto, semejante al de la sabana africana en el que surgieron nuestros antepasados, con algún lago o río próximo, amplios prados y árboles dispersos de troncos cortos y una copa amplia (hipótesis de la sabana). En cualquier caso, como afirma Wilson de forma consecuente con la teoría evolutiva, “hay muchísima Madre Naturaleza en nuestros genes”.

La vida urbana es apenas un suspiro en relación con la larga vida de la especie en el medio natural. Pero esto no implica que haya que idealizar la naturaleza, pues como se preguntaba Sánchez Ferlosio, “¿qué es más naturaleza: un león persiguiendo a un antílope en el Parque Nacional de Tanganika o un gato persiguiendo a una rata bajo la luz de los faroles junto a la interminable pared del matadero?” Más allá de nuestra querencia por la naturaleza y de sus posibles efectos beneficioso, lo que parece claro es que la actual degradación del planeta nos afecta profundamente y puede comprometer nuestro bienestar. Si la naturaleza es nuestra patria común, el necesario movimiento global por la sostenibilidad podría obrar como un nuevo relato global, que trascendiera religiones y políticas nacionalistas, y que pudiera ser incluso un punto de encuentro entre las ciencias y las humanidades.

Revisionismo

$
0
0

Sobre el desplazamiento de la autoridad del médico a la revisión sistemática

La medicina ha hecho durante el último cuarto de siglo su propia transición digital. No es un proceso acabado, ni mucho menos, por lo que no es fácil comprender su profundidad y alcance.  Además, los cambios son muy recientes, se han sucedido de forma acelerada y se confunden y solapan con los acontecidos en otros ámbitos. Google, los teléfonos inteligentes e incluso la Wikipedia, por citar solo algunos de los productos digitales que no había hace 20 años, también han transformado la medicina. Tendemos a meter todas estas novedades en el saco de la e-Salud, pero no siempre es fácil deslindar lo importante de lo accesorio. La telemedicina y la cibercirugía son espectaculares, pero si hubiera que identificar un cambio realmente profundo, este sería la pérdida de la autoridad del médico o, por mejor decir, el desplazamiento de la autoridad individual a la de un ente colectivo y distribuido en red, en el que también están presentes los pacientes.

El médico, investido como autoridad suprema desde la edad de los chamanes, está dejando de ser el gran sacerdote de la salud. Como todos los intermediarios, desde los libreros y demás comerciantes hasta los carteros y los periodistas, han visto erosionado su poder y campo de acción por la revolución digital. La población tiene ya acceso directo al conocimiento médico sin necesidad de ir al médico, aunque sigue reclamando su interpretación y su presencia, porque la medicina es una de las actividades que más se resiste a la despersonalización. Y las tecnologías digitales han hecho posible un deseo largamente anhelado: la posibilidad de sintetizar, resumir y actualizar el saber médico disperso en miles de estudios y experiencias personales. Gracias al trabajo colaborativo en red de miles de médicos, canalizado principalmente por la Colaboración Cochrane, ha sido posible transformar la experiencia personal en experiencia colectiva y desplazar la autoridad del médico a la revisión sistemática.

Este logro de la revolución digital es, probablemente, el mayor avance de la medicina en las últimas décadas y, a la vez, el más desconocido por el gran público. Por decirlo en términos sencillos, una revisión sistemática es la respuesta más científica que se puede dar a una pregunta de salud, el destilado científico de todo el conocimiento acumulado sobre esa cuestión. Para muchas preguntas sobre tratamientos, pruebas diagnósticas y otras intervenciones médicas no existe todavía una revisión sistemática y, a veces, ni siquiera, una respuesta científica, pero esta es otra cuestión. Además, las revisiones no solucionan el problema de cómo trasladar todo este conocimiento a la realidad individual de cada paciente, con sus valores, preferencias y circunstancias vitales únicas. Esta sigue siendo la importante tarea del médico.

El valor de la revisión sistemática es que lleva incorporado de serie la máxima exigencia en cuanto a metodología científica, con sus valores incuestionables de transparencia, reproducibilidad y escrutinio constante. Frente a la caja negra de la opinión individual, la revisión sistemática se presenta como una caja digital transparente y en permanente actualización. Esta obra colectiva es, en buena medida, responsable del revisionismo de la autoridad del médico, a la vez que la mejor garantía de que la medicina es una actividad técnica basada en la ciencia. La mayoría de los médicos lo saben y están involucrados en esta empresa colaborativa. Ahora, el gran reto es que los pacientes y el público también lo sepan y tengan a su alcance, en un formato sencillo y asequible, todo este conocimiento.

Digamos “en ratones”

$
0
0

Sobre el efecto revulsivo de la etiqueta #justsayinmice en la información biomédica

Muchas informaciones sobre estudios biomédicos olvidan el pequeño detalle de señalar que han sido realizados en ratones u otros animales de experimentación. Ciertamente, algunas sí lo dicen, pero en una parte tan poco relevante del texto que es como si no lo dijeran. Y el malentendido ya está creado, pues mucha gente no llega a leer el texto completo y, en todo caso, el mensaje escueto que recircula por las redes omite este importante matiz. Parece una perogrullada, pero los ratones no son humanos y los resultados de los estudios en animales de experimentación no pueden trasladarse sin más a las personas. Lo que ocurre en un ratón no tiene por qué ocurrir en el organismo humano y, además, suelen pasar bastantes años hasta que esto se comprueba, si es que se llega a hacer. Bastaría añadir la coletilla “en ratones” a muchos titulares para evitar este grave error que genera tanta confusión y socava la confianza en la ciencia y el periodismo científico.

Hace un par de meses, el científico y bloguero estadounidense James Heathers tuvo la tonta idea –como el dice– de crear la cuenta de Twitter @justsayinmice para llamar la atención sobre este clamoroso sesgo informativo que alienta tantas falsas expectativas. Lo que parecía una provocación, ya tenía 1.700 seguidores a las 24 horas y 15.000 tan solo 48 horas después, según refiere Heathers en su artículo In mice, explained. Hoy son ya más de 63.000 los seguidores de esta idea que ha servido de revulsivo para que muchos informadores científicos –como han reconocido en Twitter– tengan bien presente que su titular no está completo si no incluye la apostilla “en ratones”.  El mensaje es bien diferente si decimos “El aceite de oliva virgen extra protege del alzhéimer” en vez de “El aceite de oliva virgen extra protege del alzhéimer en ratones”, o “Las bacterias intestinales influyen en la obesidad” en vez de “Las bacterias intestinales influyen en la obesidad en ratones”. Entre un mensaje y otro existe todo un abismo científico, metodológico y temporal, que es el que hay entre los estudios preclínicos y los clínicos, aparte de las limitaciones de los modelos con ratones que, como si fueran humanos, toman aceite de oliva virgen extra y padecen alzhéimer y obesidad.

Aunque los estudios con animales (la mayoría son en ratones, y de ahí la simplificación) son muy valiosos en una primera fase de algunas investigaciones biomédicas, sus resultados son muy preliminares y hay que considerarlos con cautela en el contexto de la salud humana. De entrada, la mayoría no se replica en humanos: solo pasaron a ensayos clínicos el 37% de los experimentos en animales muy citados y publicados en siete de las mejores revistas para este tipo de estudios (Science, Nature, Cell, Nature Medicine, Nature Genetics, Nature Immunology y Nature Biotechnology). Además, para iniciar estos estudios en humanos pueden pasar entre 1 y 15 años (7 de media). Y finalmente, cuando ya se tienen resultados, estos no siempre son coincidentes (de hecho, en el 18% de los casos son contradictorios).

Una buena costumbre que tenían algunos periódicos era no informar sobre estudios con animales en la sección de salud, para no crear falsas expectativas, y reservarlos para la sección de ciencia. En las ediciones digitales esta juiciosa frontera es menos visible y quizá lo más sensato sería el silencio informativo sobre unos resultados que, en el mejor de los casos, tardarán años en confirmarse en humanos. Y, si realmente existe interés informativo, tengamos presente todos ­–investigadores, médicos, comunicadores, periodistas y público en general– el #justsayinmice y no olvidemos decir “en ratones”.

Empatía y compasión

$
0
0

Sobre la capacidad empática y el acercamiento de las ciencias y las humanidades

La foto de los salvadoreños Óscar Martínez y su hija Valeria de 23 meses, ahogados al tratar de cruzar el río Bravo de México a EE UU, ha dado la vuelta al mundo para ilustrar, una vez más, el drama de la inmigración. La imagen es similar a la del niño sirio Aylan Kurdi, que apareció ahogado en una playa de Turquía en 2015. En ambas fotos, las personas aparecen boca abajo, con la postura deshecha del cuerpo muerto y sin mostrar la inconveniente imagen del rostro del cadáver, lo cual ha facilitado su difusión en los medios de comunicación. Conocemos sus nombres y retazos de sus biografías, y esto también ha ayudado a despertar en muchas personas sentimientos ante el dolor de los demás. La palabra que más usamos ahora para esta comunión emocional es empatía, signifique lo que signifique este término, en detrimento de otras menos modernas, como compasión o conmiseración. La empatía tiene sin duda buena prensa, por más que no sepamos qué es exactamente.

La empatía pasa por ser un sentimiento y una capacidad, la de sentir lo que otros sienten y ver a través de sus ojos. La primera vez que se utilizó esta palabra fue en 1974, en Argentina, según documenta en su selección de textos la Real Academia Española (RAE), que la introdujo en su diccionario de 1992 (empathy, en inglés, se remonta a un par de siglos atrás). La nube de palabras de la RAE la empareja con asertividad, comprensión, tolerancia, compasión, identificación, simpatía, sentimiento, intuición y emocional, como términos acompañantes más frecuentes. Y, efectivamente, por estos derroteros del lenguaje vaga la empatía, con esa aura de algo bueno y moral que tiene la expresión “ponerse en la piel de otro”.

Aunque los conceptos de empatía y compasión (sympathy) son relevantes en ética, siguen abiertos al debate entre escuelas filosóficas y carecen de suficiente precisión. Tampoco parecen claros en las ciencias sociales, pues hasta el sociólogo Richard Sennet se hace un lío con ellos en su libro Juntos. Rituales, placeres y política de cooperación, según aclara su traductor. Ambos términos remiten a lo que sienten y piensan los demás, pero la empatía implica en general una identificación emocional que no existe en la compasión, en la que prima la preocupación y el deseo de ayudar. En su versión más puramente emocional, la empatía no es una buena guía para tomar decisiones, como advierte el psicólogo Paul Bloom en su iconoclasta libro Contra la empatía. El mundo no necesita más empatía sino menos, argumenta Bloom, porque la empatía es sesgada (se tiende a empatizar con los semejantes), corta de miras, pasajera y puede conducir a decisiones irracionales y políticas injustas. Quizá funcione como indulgencia emocional y coartada moral, pero no resulta útil para resolver problemas complejos como los de la inmigración.

La difusa raya que separa la empatía y la compasión no es solo léxica. También es probable que tengan mecanismos cerebrales diferentes, aunque esto es algo que precisa mucha más investigación. Las humanidades pueden aportar mucho en la comprensión de los sentimientos más sociales, como la ironía y la compasión, pero para ello necesitan el concurso de la biología y de otras ciencias fronterizas como la antropología, la psicología y la biología evolutiva. Esta necesidad es más evidente si queremos explicar los sentimientos más primarios, como la empatía, y en general las emociones más animales, desde la ira a los celos. En este sentido, la empatía sería uno de esos nudos gordianos que solo podrían resolverse con la colaboración de ciencias y humanidades. Si supiéramos qué es exactamente la empatía, cómo se ha desarrollado evolutivamente y para qué sirve, probablemente miraríamos de forma distinta la foto de Óscar y Valeria y actuaríamos de forma diferente.


Comprensión y malentendidos

$
0
0

Sobre el modelo de déficit de información científica y otros déficits

“¿Por qué tanta gente se resiste a los hechos y verdades de la ciencia?”, pregunta el padre.  “Papá, creo que en realidad estás haciendo más de una pregunta a la vez. Si tu pregunta es: ¿la gente desconfía de la ciencia y de los científicos? La respuesta que mis colegas han estado dando durante las últimas dos décadas es: no, no lo hacen. La ciencia ha sido, y es, un campo muy respetado”. La conversación sigue y ahora le toca al hijo: “¿Sabes cuántas personas se oponen firmemente a la vacunación obligatoria en este país [Italia]?”. Él mismo responde: “Menos del 5%”. A lo que replica el padre: “¡Eso no es posible! Sigo leyendo cosas ridículas sobre las vacunas”. El hijo: “Bueno, ciertamente hay una minoría muy vociferante, sobre todo en las redes sociales. Una proporción significativa de personas piensan que solo unas pocas vacunas deben ser obligatorias, y con las demás, la persona debe decidir”. Y el padre: “¡Ajá! ¡Tenía razón! Esto debe ser porque son ignorantes”.

Este fragmento de conversación entre Massimiano Bucchi, director de la revista Public Understanding of Science, y su padre es parte del editorial del número de julio de 2019 en el que, mediante un diálogo imaginario, el sociólogo italiano deja la dirección de la revista con una reflexión sobre la comunicación científica. En un momento de la conversación sale a relucir el llamado modelo de déficit de información (information deficit model), el modelo teórico concebido en la década de 1980 que explicaría el escepticismo sobre ciertas implicaciones y aplicaciones científicas (las vacunas, por ejemplo) por ignorancia y falta de información. Como el propio Bucchi desgrana en su editorial, muchos estudios muestran que la ecuación “más comunicación = más conocimiento = más apoyo” no es correcta.  De hecho, las personas con más formación pueden ser más críticas con la ciencia, mientras que las actitudes más optimistas y positivas hacia la ciencia y sus aplicaciones no se asocian necesariamente con una mayor comprensión.

El modelo del déficit de información y conocimiento, centrado en los expertos, ha ido perdiendo crédito en beneficio de otros modelos que dan más importancia al público y sus circunstancias. La información, transmitida unidireccionalmente desde los expertos a los legos, no es lo único que importa para dar cuenta de las complejas relaciones entre ciencia y sociedad. Como se ha comprobado, disponer de más información no implica que la gente vaya a cambiar su punto de vista. Cuando las personas tienen que tomar decisiones en las que la ciencia tiene algo que decir, no solo pueden considerar los hechos científicos, sino otros muchos factores, como su experiencia personal, sus valores y sus convicciones políticas y religiosas. Últimamente, el público también quiere dejar oír su voz y participar en el rumbo de la ciencia, algo que ha facilitado la revolución digital. Y así, el conocimiento público de la ciencia (la idea que da nombre a la revista) ha dado paso a la participación pública en la ciencia (public engagement with science), un marco teórico más amplio que contempla la interacción y la colaboración entre los científicos y el público.

Por lo demás, la ciencia es algo complejo y sobrecargado de información, cuya comprensión requiere un esfuerzo. Según la teoría de la baja racionalidad de la información, este esfuerzo no tiene sentido para muchas personas, a quienes les basta con una comprensión limitada, aunque esto implique déficits y malentendidos. Para hacer comunicación científica, no basta con ser científico y conocer la ciencia: hay que conocer los agentes y los procesos, incluyendo cómo funcionan los medios y cómo se forman las opiniones y los malentendidos. Porque, como apunta Bucchi, estos malentendidos son en realidad una forma de comprensión.

Verdades en red

$
0
0

Si los científicos son realmente los expertos con mayor credibilidad, esto significaría que la verdad científica cotiza más alto que otros tipos de verdad. Pero a nadie se le escapa que esta superior credibilidad se circunscribe a aquellos ámbitos en los que la ciencia tiene algo importante que decir, ya sea la práctica médica o la predicción del clima. Cuando hablamos de fútbol, de política, de gustos o de lo bueno y lo malo, un científico es uno más en la conversación, por más que aporte sus remilgos escépticos y empíricos. Establecer la verdad empírica, aquella que se basa en pruebas verificables, es el objetivo de la ciencia moderna, probablemente la mayor empresa humana jamás organizada en pos de la verdad (con la excepción de la religión). Pero esta empresa se circunscribe a los dominios de los hechos comprobables con el método científico; y tiene, además, otras limitaciones, entre ellas las de estar sometida, como cualquier actividad humana, a las injerencias del poder y la elaboración de un producto de baja calidad.

Algunos de los pasos en falso de la ciencia, como, por ejemplo, la demonización de la grasa dietética a la par que la indulgencia con el azúcar, perpetrada por la ciencia médica en el último medio siglo y solo recientemente desvelada, ha sido más una consecuencia de la injerencia de ciertos poderes económicos que de la natural evolución del conocimiento científico. En este caso, como en otros en los que median conflictos de intereses, la verdad “poderosa” ha impedido que aflore la verdad científica. Muy a menudo son las condiciones que favorecen la producción de una ciencia de baja calidad (entre ellas, el famoso publicar o perecer que agobia a tantos científicos) lo que obstaculiza y desvirtúa la verdad basada en pruebas. Aunque la ciencia tiene una notable capacidad de autocorregirse y de aflorar su verdad provisional, estos pasos en falso merman su credibilidad y pueden dar alas a otras supuestas verdades, sobre todo en estos tiempos de relativismo y posverdad.

Aunque no existe una taxonomía canónica, está claro que nos manejamos con diferentes especies de verdad que compiten entre sí y hasta cierto punto completan sus respectivas lagunas. Así, la verdad revelada o religiosa, que ha reinado a sus anchas durante la mayor parte de la historia humana, es una especie especialmente singular, y el reconocimiento de esta singularidad bastaría para que no compitiera con las verdades laicas. La verdad razonada, que entronizó Descartes y se basa en la razón pura y la deducción, ha mostrado que su reino es el de los conceptos, el de la lógica y la matemática, pero no es aplicable a las impuras cosas reales. Por su parte, la verdad moral opera sobre los valores, un ámbito estrechamente vinculado a los sentimientos y la empatía, aunque también se va actualizando con el conocimiento empírico de los hechos. Pero hay más: el filósofo británico Julian Baggini, en su Breve historia de la verdad, identifica hasta una decena de tipos habituales, cada uno con su historia, su campo de aplicación y sus limitaciones.

El libro de Baggini muestra que la verdad es compleja y multiforme, pero no algo abstracto ni en decadencia. Unas verdades se apoyan en otras formando redes de creencias o certezas, que nos resultan de gran ayuda para interpretar el mundo y funcionar en el día a día. La ciencia, con su reputado sistema o red de verdades no puede ofrecer certezas ni respuestas para todo, ni mucho menos. Sin embargo, nos enseña que para no equivocarnos al buscar la verdad de los hechos es importante tener una actitud crítica, desprejuiciada y escéptica. Y muestra también que, aunque la verdad es una empresa colectiva, debemos pensar por nosotros mismos.



Latest Images